En un pueblo cercano, allá donde comienza
el mar y habita la luna, existió un niño que soñaba con canciones de cuna, con
flores rociadas de esencia de espuma, con arcoíris que paseaban por pasajes y
lagunas.
Escribía el sol, escribía las estrellas y
hasta el amor de una madre por unas manitas tiernas.
Leía los sentimientos, leía las
expresiones, también lograba leer hasta en los rincones.
Un día, un científico se le acercó
queriendo animarlo a estudiar su profesión, pero este niño no sabía de razones,
tampoco quería que las cosas tuvieran explicaciones.
Luego un piloto lo invitó a recorrer las
alturas, pero el niño sabía que con él no llegaría hasta la luna.
Hasta un cocinero lo invitó a probar miles
de sabores, pero pensó que era egoísta dejar a los otros sentidos sin emociones.
Finalmente, algo distraído, tropezó con un
señor que miraba al cielo aún más conmovido.
¡Píntame angelitos negros! Decía. — Pues,
¿a dónde van angelitos de mi pueblo, zamuritos de Guaribe? ¿A dónde vas serafín
cucurusero?
Y aquel niño, lleno de emoción, se puso a
escuchar a aquel gran señor. Hablaba de silencios, habló de uvas, también de
coplas y de renuncias.
Y mientras más lo escuchaba menos cabía
duda, él quería hacer sentir a través de su escritura, así la poesía lo
acompañó en todas sus locuras.